domingo, 13 de noviembre de 2011

Los pequeños de la calle

La medida del tiempo es un invento humano. Y como humano es imperfecto.Está pensado desde el modo matemático, con lo cual los intervalos numéricos son exactamente iguales. Pero la vida es la ostia. Cuál es la diferencia entre tener diez o trece años. Entre trece y dieciséis. Entre dieciséis y diecinueve. Cuando todo pasa tan rápido, tres años es un mundo. Los pequeños de la calle, hoy, son paisanos como yo. Uno de mis mejores amigos es un "pequeño de la calle". Pero entonces vivían en otro estatus. No es que fueran uno de los nuestros. Es que eran nuestros. Contra esa mirada de admiración garantizábamos nuestra protección desinteresada. Esa relación de pertenencia me llevó un día a cruzar esa delgada línea que va de la romántica teoría la la puta práctica. Caminaba yo, no recuerdo a dónde, por la histórica calle Numa Guilhou, cuando de repente advertí un amago de follón unos pasos por delante. Con el andar cansino y el gesto hastiado que vestía de aquella, me fui acercando con desgana. Había un gordito alto que empujaba repetidas veces a flaco bajito que estaba acompañado de un gordito bajito. Los bajitos eran míos. No me apetecía un pijo, entre otras cosas porque el gordito alto imponía. Aún así, la ley de la calle me decía que no me quedaban más cojones que defender a los putos guajes y que pasara lo que tuviera que pasar.
-Para, para, campeón.
-Qué ho?
- Anda deja a los guajes que no será para tanto.
- Y tú quién cojones eres?.
Por alguna extraña razón que desconozco, y , supongo venga dada por el ADN o algo parecido, soy capaz de pasar de Mahatma Ghandi a Jack el Destripador en décimas de segundo.
BOUM!
Enseguida me di cuenta de que aquella conversación no tenía futuro. Por aquellos años corría la idea de que el que daba la primera ostia ganaba siempre. Ciertamente yo asistí a excepciones gloriosas, pero independientemente de acontecimientos puntuales, estaba demostrado que el que da primero da dos veces.
Total que comencé con un pedazo de crochet de derecha espectacular. Aprovechando el factor sorpresa pude marcar los tiempos fácilmente y finalicé elegantemente.
PLAS!
Sonó como un aplauso. Nunca volví a oir una ostia a puño cerrado tan sonora. Quedé tan sorprendido por el ruido que tuve un momento vacío de tensión en el cual no sabía si reirme o preguntarle al gordito si se encontaba bien.
El gordito contratacó con un proyecto de uppercut al mentón que esquivé con un leve movimiento de cabeza hacia atrás, que me sirvió de impulso para solmenar una burrada de puñetazos de todos los colores. Hasta que el gasolinero de Autosalón me agarró y me sacó de ahí, salvándole la dentadura al puto gordito, que había tenido la desfachated de haber intentado pegarme. A mi. Al Richi, Home no me jodas.
En su día, el pequeño de la calle, quedó muy agradecido. Hoy no se acuerda. Vamos, no me recuerda. Lo veo todos los días a la puerta del cole y no me saluda ni amaga con saludar. Y arriesgué mi cara por él. La puse ahí, desinteresadamente porque la ley de la calle lo decía. Y hoy no queda nada. Podíamos pensar que es ingrato. Pero no hay gratitud en relaciones de pertenencia. Lo sepa o se acuerde o no, fue mío. Y hoy, lo es un poco, y puedo contarlo.
Curiosamente, el gordito sí me saluda cuando lo veo. Tenemos coincidido en algunos sitios e incluso charlamos de los viejos tiempos. Eso si, sin hacer mención al día en que le partí la cara. Lo recuerda porque se lo noto en su mirada, y el, supongo que lo nota en la mía. No es que me arrepienta de haberle ostiao, pero, por otra parte, el estirao del pequeño igual merecía un par de ostias. Yo que sé. La ley de la calle era así. No quedaban más cojones.

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